La Universidad de Edimburgo retira el nombre “David Hume” a una de sus torres, y este hecho lleva a reflexionar sobre el mundo de las palabras y su relación con los hechos. Es cierto que Hume llegó a afirmar la inferioridad natural de las personas con color de piel negro, que la única diferencia respecto a alguien con la piel de color blanco es eso, una diferencia de color de piel. En la actualidad asumimos que solo existe una raza humana y que los prejuicios, muy presentes por desgracia, son propios de la ignorancia. Sin embargo, en su época esa ignorancia era sentido común incluso para una persona del nivel conocimientos de Hume. Y aquí entra en juego mi pregunta: ¿estaríamos discutiendo sobre esto sin personas como Hume? No olvidemos que se atrevió a discutir los dogmas religiosos y a defender el razonamiento lógico, siendo denostado por todo creyente acérrimo. Afirmo que, sin Hume, o al menos sin el mundo que dio a luz a Hume, difícilmente estaríamos discutiendo sobre estos temas.
Entro en esta polémica para criticar la política de las palabras. Las palabras son importantes, pero no son entes autónomos que, al sustituirse, vayan a transformar la realidad. Contribuyen a nombrar la realidad, pero lo que hay ahí afuera es un sufrimiento material, real, de hechos. En la relación entre las palabras y los hechos primero están los hechos y después las palabras. La ingeniería del lenguaje que se desacopla de los hechos lleva al alejamiento de la realidad, a la pérdida de rumbo. Este es un caso claro: se ataca a una figura clave de la Ilustración, sin la cual no estaríamos debatiendo sobre la propia retirada del nombre a la torre de la Universidad de Edimburgo. Creo que la política de las palabras lleva a dos graves problemas, uno social y otro político.
El problema social es la extrema corrección, el excesivo cuidado de las palabras que lleva a la represión de las emociones. Hemos pasado de “la costumbre con costumbre se cambia” a “la palabra con palabra se cambia”, dotando al lenguaje de una irreal autonomía. Somos animales que hablan, animales. Dame salvajes en las palabras y correctos en los hechos, y no correctos en las palabras y salvajes en los hechos.
El problema político es el espectáculo de la palabra, ese abandono de la ética del ejemplo por la palabrería. Los partidos políticos nos entretienen con discusiones, triunfan los oradores que atraen -demagogos-, pero la realidad cambia muy poco. Cada persona cree tener siempre la razón, por lo que solo necesitaría triunfar, y en nuestros tiempos se gana a través de las palabras. El antiguo sindicalista honrado del barrio, que inspiraba con su ejemplo, es sustituido por el político que ofrece poco más que palabras.
Es fácil suprimir un nombre del pasado, pero difícil cambiar el presente. Es fácil improvisar para aumentar o mantener la cuota electoral, pero difícil plantear proyectos. En resumen, dejémonos de palabrería y vayamos a los hechos. La realidad es tozuda, con una gran pérdida de bienestar en los países del Norte y, sobre todo, realidades cotidianas difíciles en el Sur global. A mí poco me importa el nombre de una torre, pero sí me importa la extrema pobreza, la falta de certezas sobre si mañana habrá alimentos encima de la mesa. Con una muy grave crisis económica a la vuelta de la esquina, en mitad de una pandemia y cerca de una inédita crisis climática, hoy es más importante que nunca pasar de las palabras a los hechos.